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martes, 5 de abril de 2011

El reclamo de “modernización”

Javier Cámara
Director


No hay mal que por bien no venga”, dice el refrán popular que confirma que los hombres, a lo largo de la historia, siempre han sabido obtener resultados positivos de experiencias negativas.

En el fondo, además, este dicho tiene mucho de sabiduría cristiana, de esa que nos enseña que todo lo que acontece es, al fin y al cabo, para nuestro bien. Si Dios, que nos ama con un amor infinito, quiere que suceda tal o cual cosa, o permite que suceda tal otra, seguramente será para nuestra salvación. Porque en la vida de la gracia, la revelación de Jesús nos dice que ya no hay -o no debería haber- para el cristiano una experiencia de “destino” en su historia, sino, más bien, de Providencia, de “Providencia” divina, de amor de Dios. En todo lo que nos ocurre, incluso en aquello que nos pueda parecer bueno, malo o tremendamente trágico, está el Señor esperándonos, sosteniéndonos, acariciándonos. Entonces, en la confianza de sabernos amados por el Señor de la historia, no preguntamos ya “por qué” pasa esto o aquello, sino “para qué” sucede lo que sucede.
Esta larga introducción tiene también un “para qué”. Y está orientado a que descubramos lo “positivo” de las experiencias dolorosas de divisiones y enfrentamientos que se suelen dar en la Iglesia. ¿Para qué estas “disputas” entre los que nos reconocemos hijos de un mismo Padre? ¿Para qué esta experiencia dolorosa de división?
Una de las respuestas es que, con estas diferencias, se puede generar un examen de conciencia personal y también comunitario en el pueblo de Dios que, en oración, permita ver con más claridad lo que el Señor pide para que seamos, efectivamente, más “cristianos”. ¿Qué nos hace más cristianos? ¿Qué puede hacer “más cristiana” a la Iglesia católica? Veamos. Uno de los planteos que se le formuló a la Iglesia “tradicional” (utilizamos aquí el término “tradicional” para identificar a los católicos que coinciden plenamente con la Tradición y con el Magisterio de la Iglesia) durante los debates públicos por el caso del padre Alessio y por la polémica en el nombramiento de un nuevo párroco en “La Cripta”, es el que reclama, entre otras cosas, la necesidad de “modernización”, de “apertura”.
Cada vez que en un medio de comunicación se plantean temas referidos a la enseñanza moral de la Iglesia (el caso Alessio y su defensa de la equiparación de las uniones entre personas del mismo sexo con el matrimonio, sirve como ejemplo) llueven los reclamos de apertura, de “adaptación al mundo de hoy”, de “agiornamiento” de las “viejas estructuras”, y también las críticas a las prácticas “tradicionales”, “medievales”, “anacrónicas”, “verticalistas”, “oscurantistas”, “sacramentalistas”, etcétera, como la autoridad del Papa y de la jerarquía eclesial, el celibato, el matrimonio, la defensa de la vida desde la concepción y hasta la muerte natural, etcétera.
Para fundamentar estos reclamos, que muchas veces surgen también de personas que nunca tuvieron fe, se apela al concepto muy cristiano, muy católico y muy evangélico de que el camino de Dios es el hombre, que no se puede amar a Dios, a quien no se ve, si no se ama a los hermanos con quienes se convive hoy, en esta cultura nueva con fenómenos nuevos, diversos y plurales. Suena agradable esta afirmación. Pero no dice todo lo que es necesario decir. Porque el concepto de “modernidad”, el concepto de “hombre moderno” como su horizonte y criterio, responden a una visión parcial de la persona alentada por la filosofía moderna y sus particulares instrumentos hermeneúticos (de interpretación) de la realidad.
Es muchas veces desde esa visión parcial de la persona que se le reclama a la Iglesia que sólo diga y enseñe lo que ese hombre moderno puede entender y asimilar. Sólo eso debería predicar la Iglesia, lo demás, por más santo que sea, debería ser excluido de la enseñanza de la Iglesia porque al hombre “moderno” le parece un mito, un “cuento”, una leyenda del pasado. Es lo que sostiene, por ejemplo, Hans Urs Von Balthasar, uno de los más eminentes teólogos del siglo 20, fallecido en 1988, al que nadie razonable tildaría de anacrónico o de reaccionario. Entre sus antecedentes figuran, incluso, algunas amonestaciones de la Jerarquía por su temprana prédica a favor de que la Iglesia “no puede aparecer en el mundo moderno como una enemiga del mismo o una fortaleza cerrada, sino que su vocación trascendente tiene que llevarla a una apertura, asimilando los nuevos sistemas y dejándose interperlar para renovar los tesoros olvidados o aún no descubiertos que contiene el depósito de la fe”. Escribió Von Balthasar respecto del reclamo de “modernización”: “La Iglesia, se dice, debe estar al día para tener credibilidad. Si esto se toma en serio, significa que Cristo estaba al día cuando llevó a cabo su misión, una misión que fue escándalo y necedad para judíos y paganos, y que lo llevó a morir en la cruz (...). Pero Cristo nunca fue moderno, ni lo será, Dios mediante. Ni él ni sus discípulos Pablo y Juan pronunciaron una sola palabra para seguir la corriente política o gnóstica. La consecuencia obvia es que todos nuestros movimientos deben ir encaminados a erradicar los falsos escándalos, los escándalos no cristianos, para dar paso al verdadero escándalo, consistente en la misión de la Iglesia”.