Para reflexionar acerca del sentido de la Resurrección en nuestra vida, presentamos este texto del padre Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia.
Hay hombres -lo vemos en los terroristas suicidas- que mueren por una causa equivocada, considerando sin razón que es buena. Por sí misma, la muerte de Cristo no testimonia la verdad de su causa, sino sólo el hecho de que Él creía en la verdad de ella. La muerte de Cristo es testimonio supremo de su caridad, pero no de su verdad. Ésta es testimoniada adecuadamente sólo por la resurrección. "La fe de los cristianos -dice San Agustín- es la resurrección de Cristo. No es gran cosa creer que Jesús ha muerto; esto lo creen también
los paganos; todos lo creen. Lo verdaderamente grande es creer que ha resucitado".
Ateniéndonos al objetivo que nos ha guiado hasta aquí, estamos obligados a dejar de lado la fe, de momento, para atenernos a la historia. Desearíamos buscar respuesta al interrogante: ¿podemos o no definir la resurrección de Cristo como un evento histórico "realmente
ocurrido"?
Lo que se ofrece a la consideración del historiador y le permite hablar de la resurrección son dos hechos: primero, la imprevista e inexplicable fe de los discípulos, una fe tan tenaz como para resistir hasta la prueba del martirio; segundo, la explicación que, de tal fe, nos han dejado los interesados, esto es, los discípulos. En el momento decisivo, cuando Jesús fue prendido y ajusticiado, los discípulos no alimentaban esperanzas de una resurrección. Huyeron y dieron por acabado el caso de Jesús. Entonces tuvo que intervenir algo que en poco tiempo no sólo provocó el cambio radical de su estado de ánimo, sino que les llevó también a una actividad del
todo nueva y a la fundación de la Iglesia. Este "algo" es el núcleo histórico de la fe de Pascua.
El testimonio más antiguo de la resurrección es el de Pablo, y dice así: "Les he transmitido, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; que fue sepultado y resucitó al tercer día según las Escrituras; que se apareció a
Pedro y luego a los Doce. Después se apareció a más de 500 hermanos a la vez, de los que la mayor parte viven todavía, si bien algunos han muerto. Luego se apareció a Santiago, y más tarde a todos los apóstoles. Y después de todos se me apareció a mí, como si de un hijo nacido a destiempo se tratara" (1 Corintios 15, 3-8).
Estas palabras se escribieron el 56 ó 57 d.C. El núcleo central del texto, sin embargo, está constituido por un credo anterior que San Pablo dice haber recibido de otros. Teniendo en cuenta que Pablo conoció tales fórmulas inmediatamente después de su conversión,
podemos situarlas en torno al año 35 d.C., eso es, unos cinco o seis años después de la muerte de Cristo. Testimonio, por lo tanto, de raro valor histórico.
Los relatos de los evangelistas se escribieron algunas décadas más tarde y reflejan una fase ulterior de la reflexión de la Iglesia. El núcleo central del testimonio, sin embargo, permanece intacto: el Señor ha resucitado y se ha aparecido vivo. A ello se añade un elemento nuevo, tal vez determinado por preocupación apologética y por ello de menor valor histórico: la insistencia sobre el hecho del sepulcro vacío. Para los Evangelios lo decisivo siguen siendo las pariciones del Resucitado.
Las apariciones, además, testimonian también la nueva dimensión del Resucitado, su modo de ser "según el Espíritu", que es nuevo y diferente respecto al modo de existir anterior, "según la
carne". Él, por ejemplo, puede ser reconocido no por cualquiera que le vea, sino sólo por aquél a quien Él mismo se dé a conocer. Su corporeidad es diferente de la de antes. Está libre de las leyes físicas: entra y sale con las puertas cerradas; aparece y desaparece.
Los discípulos no pudieron engañarse: eran gente concreta, pescadores, lo contrario de personas dadas a las visiones. En un primer momento no creen; Jesús debe casi vencer su resistencia. Tampoco pudieron querer engañar a los demás. Todos sus intereses se oponían a ello; habrían sido los primeros en sentirse engañados por Jesús. Si Él no hubiera resucitado, ¿para qué afrontar las persecuciones y la muerte por Él? ¿Qué provecho podían sacar?
Negado el carácter histórico de la resurrección, el nacimiento de la Iglesia y de la fe se convierte en un misterio más inexplicable aún que la resurrección misma.
¿Cuál es, entonces, el punto de llegada de la investigación histórica a propósito de la resurrección? Podemos percibirlo en las palabras de los discípulos de Emaús: algunos
discípulos, la mañana de Pascua, fueron al sepulcro de Jesús y encontraron que las cosas estaban como habían referido las mujeres, quienes habían acudido antes que ellos, "pero a Él no le vieron".
También la historia se acerca al sepulcro de Jesús y debe constatar que las cosas están como los testigos dijeron. Pero a Él, al resucitado, no lo ve. No basta constatar históricamente, es necesario ver al Resucitado, y esto no lo puede dar la historia, sino sólo la fe.
El ángel que se apareció a las mujeres, la mañana de Pascua, les dijo: "¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?" (Lucas 24, 5).
Les confieso que al término de estas reflexiones siento este reproche como si se dirigiera también a mí. Como si el ángel me dijera: "¿Por qué te empeñas en buscar entre los muertos argumentos humanos de la historia, al que está vivo y actúa en la Iglesia y en el mundo? Ve mejor y di a tus hermanos que Él ha resucitado".